Octagésimo tercer Nocturno
Joaquina
Aprendí que el pasado solo hay que recordarlo cuando se
puede aprender de él; en caso contrario más vale dejarlo guardado en los
bolsillos profundos de la noche para evitar el insomnio.
Esta es una historia que puede ser mía, aunque ha pasado tanto
tiempo que, en fin… no importa demasiado en realidad. Las épocas galopan
desmedidamente y, por ahí, se es tan rico en historias y mentiras que uno
termina creyendo que lo que imagina es parte de su propia sustancia. La
escribiré en primera persona, porque quizás tenga mucho de universalidad.
“Se llama Joaquina (nombre de origen hebreo que significa a
la que Dios le da firmeza en su vida) y vive en Pozzuoli (Nápoles). Nos
conocimos por allá cuando éramos muy jóvenes. Yo, un estudiante poco convencido
de lo que mis padres me habían enviado a estudiar, y ella una gringuita
hermosa, aplicada, de esas de 9,92 de promedio y del cuadro de honor. Hija del
Vicecónsul italiano, un pelado de esos que te tratan bien y hablan enredado
mientras te estudia de pies a cabeza. Celoso el hombre, demasiado para mi gusto
en aquellos tiempos, muy parecido a lo que fui yo con mi hija quien siempre me
hizo recordarla”.
“¡Joaquina! La encontré en facebook y me desarmé. Tardé
mucho en decidirme a solicitarle amistad por temor a que no me recordara; al
final lo hice y se acordó muy bien de aquel pibe argentino que…”
“Comenzaba la década de 1960, ya casi egresados de la
secundaria. Las reuniones familiares en las que bailábamos al son de los discos
de Elvis Presley y Pat Boone, mechados entre los tangos que se iban perdiendo,
nos barajaban en un mazo afortunado de jóvenes aún inocentes y enamoradizos.
Joaquina y yo nos mirábamos en esas fiestas con ese algo especial que solo
ocurre entre dos que se gustan y atraen. Bailar con ella era lo más hermoso que
podría pasarme. Una tardecita de aquellas se me ocurrió decirle la verdad, que
me gustaba mucho, a lo que ella respondió dándome un beso en la mejilla y
apretándome fuerte contra su cuerpo me susurró que yo a ella también. Así
comenzó todo. Caminatas a las siestas tomados de la mano en dirección al río,
sentarnos a charlar y hacer planes en los bancos de la Plaza Italia, uno que otro beso
robado a las sombras tempranas de la noche camino a su casa y… pasaron un par
de años observados por ese pelado atravesado que, ahora que pasó el tiempo, me
doy cuenta de muchas realidades que no contábamos en aquellos tiempos. La
cuestión es que en una tarde lluviosa, subidos al colectivo que unía un extremo
con el otro de la ciudad, Joaquina me confesó que sus padres regresaban llevándosela
a Nápoles. Aún recuerdo aquello y un puño desmedidamente agudo y arrítmico me
sigue galopando en el pecho. Como dos criaturas nos largamos a llorar
aumentando con nuestras lágrimas el grosor de las gotas de aquella fina lluvia
que empapaba la ventanilla. Apenas nos quedaban veinte días para la partida y
prometimos vivirlos intensamente y lo hicimos, juro que lo hicimos, y hoy sé
que ninguno de los dos nos hemos arrepentido de haberlo hecho… siempre hay una
primera vez inexperta, profunda pero dulce que quizás no enseñe lo que
pretendemos que nos muestre… pero existe, pasó y… el pasado solo hay que
recordarlo cuando se puede aprender de él; en caso contrario más vale dejarlo
guardado en los bolsillos profundos de la noche para evitar el insomnio”.
Mar del Plata, 17 de
enero de 2013.
Hola Jorge, he llegado aa tu blog, no sé bien como, y he leído tu entrada. Me he quedado meditando algo que repites en el comienzo y final de tu entrada...
ResponderEliminar"el pasado solo hay que recordarlo cuando se puede aprender de él; en caso contrario más vale dejarlo guardado en los bolsillos profundos de la noche para evitar el insomnio"
Es de una filosofía maravillosa... y ójala todos pudiesemos pensar así, y sobre todo hacerlo realidad
Un saludo
Muchas gracias por tu linda presencia, Ángeles.
EliminarUn abrazo enorme.
Que bueno visitar tu espacio.
ResponderEliminarMaravilloso,que placer leerte amigo.
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