jueves, 21 de octubre de 2010

Nocturnos, en clave de ausencia

Sexagésimo tercer nocturno


No sé por qué deba insistir en esto de pensar tanto en la plaza céntrica de mi ciudad; quizás es porque siempre pretendí formar parte de las prosas y no de las poesías de los artistas de mi pueblo. No lo sé... puede ser que sea porque frente a ella está la escuela en la que dejé perennemente enredadas mis deudas, mis pretensiones o mis ilusiones de pibe. Puede ser que a lo mejor se da que, en ella, se eterniza el sentimiento de apreciarla mía... aunque, últimamente, algo raro sucede cuando desde su fuente las partículas de agua de todos los tiempos preguntan: “¿te hemos visto soñar?”... O, cuando los troncos de sus palmeras centenarias indagan: “¿te hemos visto pensar?”... No sé por qué, pero el roncal de mis años le da por responderles: “¡Jamás!”.

Nocturnos, en clave de ausencia

Sexagésimo segundo nocturno


Dicen quienes entienden de quimeras que hay sueños de todos los colores y que se dividen en cortos y largos; porque unos duran tan poco que dan ganas de seguir soñando; mientras que los otros se enredan tanto en la espiral del tiempo que asustan puesto que uno no sabe si va a salir de ellos o, lo que es más serio aún, si despertará.
Después de todo, ¿quién no se duerme con un sueño despertándose con la realidad?

Nocturnos, en clave de ausencia

Sexagésimo primer nocturno


No sé por qué deambulan en mucho de mis escritos cosas que suceden o pueden suceder en una plaza. Quizás sea porque trabajo en la planta alta del edificio que tiene un par de ventanales que deja la plaza del centro de mi ciudad al descubierto. También puede ser que se deba a que esos espacios verdes, cuidados y bellos, tienen misterios e historias de amaneceres y ocasos. O quizás sea porque en las plazas los nietos pequeños corren, van y vienen desprendidos despreocupadamente de los abrazos de sus abuelos... sí, debe ser esto último porque casi no existen diferencias entre los amaneceres y el último suspiro del sol... todo este pensamiento merodea mi inconsciente y me alega que así sea.
Después de esos sueños, que pocas veces valoramos, se levanta una forma de niebla encantada que nos hace pensar en que el infinito, si en realidad existe, debe estar dividido en dos partes. Una, la media eternidad que debe darse antes de la vida y la otra la que está después de la muerte... en fin; la existencia del ahora, que es eso que ni siquiera existe porque el tiempo es déspota, son esos sueños que, durando segundos, aparentan siglos...

Nocturnos, en clave de ausencia

Sexagésimo nocturno


Puede ser que sea el invierno que me va acogiendo en silencio y en sesiones dul-ces, calladas. Se asoman las cosas viejas del arcón de los momentos idos. Y, por ahí, como una correspondencia interna aparecen los suspiros. Alientos y desalientos por to-do lo deseado y el tiempo perdido. La mirada se pierde en el infinito devenir molecular del espacio, renovando imágenes de amores muertos y rostros borrados.
No sé si será correcto afligirse tanto por las penas remotas porque, en definitiva, ¿quien puede volver a gastar lo que ya se ha gastado?

Nocturnos, en clave de ausencia

Quincuagésimo noveno nocturno

En una de esas largas filas que hacemos en los Bancos para pagar algún impuesto, un hombre que estaba detrás de mí le decía a un amigo que lo acompañaba que: ¡sí!, que él la había amado mucho... que tenía la certeza de que si el paraíso existe la volvería a encontrar pero, cuando eso pasara, seguramente que cada cual seguiría su camino sin siquiera mirarse ni dar vuelta la cara... maduré en mí y calculé cuántos años me faltarían para llegar a pensar como él... en fin.

Nocturnos, en clave de ausencia

Quincuagésimo octavo nocturno


Jubilados por el tiempo, más que por los años, los dos están sentados en un banco de la plaza, entibiando sus cuerpos al sol que se asoma, de cuando en cuando, de su escondite de nubes. Supongo que estará de más decir que ellos son dos seres indivisi-bles que guardan, o esconden, las mismas manchas de su par de almas que aparentan distintos cuerpos.
Él piensa en sus hijos... ella evoca a los nietos. ¡Europa está lejos!
Los pájaros cantan y se rompe el silencio... mañana, alguno despertará solo y pensará que ya no importa porque durante tantos años en los que fueron un solo cuerpo con los mismos pecados no maduraron la soledad, solamente pensaron en sus hijos.

Nocturnos, en clave de ausencia

Quincuagésimo séptimo nocturno


En los tiempos de pibe, una vecina a la que los chicos del barrio respetábamos mucho porque nos contaba historias fantásticas, nos hizo creer que en la manzana había esquinas que estaban embrujadas. Esquinas en las que cada noche alguien, que ninguno nunca vio, ponía letreros marcadores mágicos con recuerdos viejos, pasados; de gente que ya no vivía en el barrio... fantasmas que se ponían a conversar en la ochava y que nadie los oía. El misterioso personaje colocaba los carteles pasada la media noche y los retiraba antes de que saliéramos para ir a la escuela, según la vecina decía. Siento enormemente no haber tenido tiempo para volver a hablar, ya de grande, con esta mujer que hace años se retiró misteriosamente de la vida. Cuentan algunos vecinos de mi viejo barrio que cuando vuelven tarde de alguna juerga, ven carteles misterios en algunas ochavas de la manzana que a la mañana no están más porque alguien los retira.
Cuando les conté esta historia a mis nietos, me miraron con extrañeza y se rieron. Ellos dijeron: “Andá, abuelo, el tipo que pone y cambia los carteles sos vos, ¿no es cierto?...”
En fin, los tiempos cambian, ¿no?