Octagésimo octavo nocturno
Un relato de ábacos, estaciones
y círculos
Los años pasaron
sin darle demasiada importancia al transcurso del tiempo; pero ahora que los
sopapos duelen más de lo que jamás imaginé escucho algunas resonancias. Ecos
extraños que, sin dudas, tienen que ver con esa extraña mixtura de errores y
virtudes que dejé desperdigadas en los innumerables barrios por donde caminé
sin darme cuenta de que pincelaban distintas historias y realidades.
Dejé olvidado,
vaya a saber en qué rincón de esquina, el ábaco del tiempo. Ha de haber sido un
escondite de esos que mantiene tibio el sol en la primavera. Al percatarme de
que el verano había pasado y falto de memoria no podía retroceder a hacerme de
nuevo con el contador y decidí seguir por el atajo en el que las hojas
amarillas del otoño corren a favor del viento. Fue justamente en ese momento, y
algo cansado de caminar, cuando entré en el negocio llamado de la vida a
comprar un tablero nuevo con menos esferas que el que había dejado olvidado sin
percibir que, en realidad, no las podría mover con rapidez porque eran pesadas ya
que, sumadas, tenían tanta masa como yo. La cuestión es que al invierno, con
suerte, le sigue otra primavera y la vida puede simbolizarse en círculos en los
que todos los puntos se unen concéntrica y espiraladamente hacia el lugar donde
se apoya la punta del compás; y ahí, en el plano del papel, está el agujero por donde uno se cae, indefectiblemente,
al infierno del Dante… y, bueno; por lo visto, la vida puede terminar siendo un
gran paso a la “Divina Comedia”.
Cuando sonó el despertador dejé el
sueño y entré en la pesadilla del día sin darle demasiada importancia a la
estación del año que me despabilaba. Desayuné frugalmente, me despedí con un
beso de mi mujer, y salí a la calle con esa loca idea de que los años pasaron sin darle demasiada
importancia al transcurso del tiempo; pero ahora que los sopapos duelen más de
lo que jamás imaginé escucho algunas resonancias. Ecos extraños que, sin dudas,
tienen que ver con esa extraña mixtura de errores y virtudes que dejé
desperdigadas en los innumerables barrios por donde caminé sin darme cuenta de
que pincelaban distintas historias y realidades.
Mezclado, sin quererlo, en un
piquete llegué a la estación del ferrocarril y ahí descubrí que me habían robado
el celular y cien mangos; los gremios terminaban de declarar un quite de
colaboración en reclamo de mejoras por lo que los trenes circularían con un
atraso de más de dos horas y la put… justamente era mi último día de trabajo… al
día siguiente sería un jubilado más de este bendito y vapuleado país.
Mejor habría sido seguir durmiendo,
soñando, ¿no?