martes, 12 de junio de 2012

Nocturnos, en Clave de Ausencia

Septuagésimo sexto Nocturno
Mañana decisiva (Efecto Doppler)


A lo mejor todo, simplemente, se deba a que decidió jubilar sus anhelos. Vaya a saber por qué pero el viejo solterón, profesor de Física, acabó envuelto en sus pesadillas recurrentes; de esas que no se puede salir porque seguramente se traen enmarañadas desde pibe.
La jubilación le había llegado por oficio, o ciertamente obligado si se prefiere, hacía casi seis años y no se acostumbraba a eso; más por no poder continuar el trato cotidiano con los alumnos y colegas que por lo que se iban deteriorando sus ingresos aunque, en realidad, no era para menos.
Fueron dos días o mañanas diferentes y decisivas, al final de cuentas. En la primera resolvió barajar con un poco más de convencimiento eso que venía mascullando. Debía decidirse por una cosa u otra.
Miró salir a su hermana, como lo hacía cada mañana, a hacer las compras para el día. Sonriendo se hicieron una seña cariñosa de despedida con las manos; la observó alejarse desde la puerta de calle y meneó la cabeza. Volvió a decirse que aún no era el día; porque, a pesar de todo, todavía malgastaba ese tipo de dudas que se mezclan con el silencio del insomnio antes de entrar en la etapa casi obligada del sueño que tarda en llegar. “Mañana sí… quizás sea mañana”, pensó muy por dentro.
Cuando vio que Matilde entraba a la panadería de la otra cuadra miró la hora en su reloj pulsera y decidió salir. Cerró la puerta de calle con llave y tomó en sentido contrario del que había tomado su hermana. Al llegar a la esquina dobló para la barranca, dirigiéndose hacia la barrera del ferrocarril. Se cruzó con algunos vecinos y cuando había hecho dos de las tres cuadras de la suave bajada de la calle con sus naranjos amargos florecidos escuchó el sonido trepidante del tren que iba pasando a unas cinco cuadras de él. Volvió a mirar la hora y se dijo “fuera de horario, atrasado como siempre”. A lo lejos observó que la barrera se levantaba tras el paso del convoy. Apuró el paso y en pocos minutos llegó a las vías. Caminó hasta el carril por donde había pasado el tren y miró a lo lejos, hacia donde los rieles parecen unirse como, teóricamente, lo hacen dos rectas paralelas en el infinito. Pensó en las veces que había usado ese recurso para la mecánica Newtoniana cuando los muchachos no entendían demasiado cómo elegir puntos de referencia para el origen de los vectores que siempre, en un principio, resultaban serle flechas de indios. Sonrió haciendo que brillasen sus ojos al recordar esos días. Cuando volvió en sí de sus recuerdos salió del recto camino de hierro y durmientes regresando sobre los pasos en que había llegado.
Hizo apenas cien metros, dándose ánimo para caminar barranca arriba, cuando se cruzó con Elsa. Ella; tan linda y jovial aunque casi, casi, tan vieja como él. Se miraron, se sonrieron y entendieron que debían marcharse juntos como tantas veces lo habían hecho. Él le extendió su mano tomando fuerte la de ella y se dirigieron en silencio hasta la casa de la mujer. Pasaron juntos lo que restaba del día y era entrada la noche para cuando Enrique volvió a la suya. Matilde lo esperaba con la cena, enojada porque había faltado al mediodía sin avisarle que lo haría. De todos modos él se sentó a la mesa y su hermana, sirviéndole en el plato la sopa, le protestó:
- Quisiera saber cuándo vas a decidir irte a vivir con ella… ya sé lo que me vas a contestar… ¡ya lo sé!, aunque hace tiempo que no lo decís… “no quiero dejarte sola”… y no entendés, o no querés hacerlo… yo tengo a mis hijos y los nietos. Además, porque hagas tu vida con Elsa no significa que nos alejemos. Ella me quiere y yo la quiero… seríamos más de familia. No sé el por qué de ese estúpido empeño tuyo… me preocupás, Enrique, en serio que me inquietás. Tenés alguien que te ama y te ponés hecho un tonto no aceptando esa realidad… si vos también la querés y… mirá que hace años de esta historia, ¿eh? Más viejo venís y más duro de entendedera y caprichoso te ponés…
Enrique no contestó palabra. Simplemente masculló para sus adentros, “tengo que decidirme… tengo que hacerlo. Estorbo, eso pasa, estorbo”.
Matilde hizo silencio por un momento, pero después continuó:
- ¿Qué vas a hacer esta noche? Vienen los chicos. Traerán postre.
- Miraré la televisión – fue la contestación.
- Como quieras. Apuráte con la sopa y te sirvo el revuelto de zapallito que ya deben estar por llegar.
No volvieron a hablar. Enrique terminó con la cena y se retiró a la pieza a ver, como lo hacía todas las noches, el resumen de noticias en el canal local. Adoraba a su hermana, la había cuidado con todo amor desde que quedó viuda, pero debía tomar una decisión. Ella también estaba vieja y cansada. Ya eran muchos años viviendo juntos. Desde antes de morir su cuñado… pero algo andaba fallando en él y, en fin, “debía decidirse” se dijo. Confusiones, simplemente desórdenes, “mañana será… mañana…”. Encendió el televisor y cuando hacía un buen rato de que lo miraba, recostado en su mullido sillón de la PC, alguien tocó a la puerta.
- ¡Sí! – contestó.
- ¡Hola tío! - gritaron del otro lado - ¡¿me explicás un tema, que mañana tengo examen?!... y después dejáme usar tu compu.
Enrique se paró y fue hasta la puerta abriéndola.
- Pasá Manuel, entrá. ¿Por qué esperás siempre a último momento para que te explique algo?
- ¡Ufa, tío! Es una cosita, nada más. Tengo prueba de Física y no entiendo eso del efecto Doppler. ¿Me lo explicás y después me dejás revisar el facebook?
- ¡El facebook! ¡Bah! Dále, andá, sentáte a la mesa y sacá tu carpeta o el libro que te explico lo que quieras.
- Lo miramos por Internet, tío…
- ¡Qué Internet, ni qué diablos! Yo no necesito de eso para explicarte algo. ¿Siquiera trajiste carpeta y libro? Andá, andá. Sentáte ahí.
Enrique explicó el fenómeno Doppler e incluso resolvieron algunas situaciones problemáticas de esas que se podrían presentar en un examen. Manuel usó la PC hasta casi la medianoche cuando Matilde lo llamó gritándole:
- ¡Vamos, Manuel, que tus padres y hermanos se van!
El muchacho se acercó a  Enrique que estaba recostado en la cama medio dormido encarando al televisor aún prendido, le dio un beso y las gracias. Se marchó rápido. Al cerrar la puerta, el viejo profesor se paró y apagó la PC meneando la cabeza distraídamente. De afuera varias voces gritaron:
- ¡¡¡Chau, tío!!!
- ¡¡¡Chau!!! - gritó.
La mañana llegó rápido sin haber podido conciliar del todo, como de costumbre, el sueño y Enrique se levantó, con las ideas medio agitadas, a desayunar. Calentó el agua para tomar unos mates, preparó unas cuantas tajadas de pan con manteca, saboreó desatentamente su ligera comida  y luego repitió todo lo que había hecho en la mañana anterior. Esperó a que su hermana saliese a hacer los mandados y enfiló, calle abajo, hasta la barrera del ferrocarril. Había salido algo más temprano que el día anterior y apurado el paso. La barrera estaba abierta. Se paró en la vía por donde debería pasar el convoy y miró hacia el sitio a esperar que llegara. Desde lejos, como un punto móvil, se acercaba la mole de acero. Sacó pecho y respiró profundamente. El tren comenzó a tocar pito y se acercaba a buena velocidad. Él más y más ensanchaba el pecho y abría los ojos… de pronto se dio cuenta de que el pito del tren cambiaba el sonido, desde un tono más agudo a uno más grave, a medida de que se aproximaba… recordó la explicación de la noche anterior del efecto Doppler a su sobrino y se dio cuenta de que lo estaba comprobando experimentalmente y que, ¡tanto que lo había enseñado en su carrera!... y; justo en ese momento de decisión universal, ve que también todo lo agudo de su vida se convertía en grave y pasaría de largo hasta perderse en un punto distante opuesto, en el otro lado de un tiempo que no lograría conocer y… dio rápidamente unos pasos hacia fuera de las vías justo en el momento en que pasaba el tren… hundió el pecho, bajó la cabeza, esbozó una sonrisa triste como quien se despide de una idea y resolvió volver sobre los pasos que lo habían traído hasta ahí… a pocos metros Elsa lo estaba esperando… Enrique la abrazó profundamente y la besó con ansias, se tomaron de las manos y caminaron rumbo a la casa de ella…
La noche llegó y se sentía tranquila. Matilde guardó la cena ya fría porque era tarde y la hora de dormir. Pensó; “bueno, por fin se decidió. Era tiempo. Lo extrañaré pero fue necesario de que se convenciera por sí mismo. Seguramente mañana vendrán a cenar e invitaré a los chicos. Habrá un cubierto más en la mesa…”

domingo, 3 de junio de 2012

Nocturnos, en clave de ausencia

Septuagésimo quinto nocturno

Mañana de otoño

(Jueves 12 de abril de 2012, después de la siesta y… cualquier similitud con una historia real es pura coincidencia… qué sé yo, aclaro no más…)

No sé por qué me pasan algunas cosas…
La mañana de otoño estaba fresca y se me ocurrió caminar para hacer un poco de ejercicio mientras escuchaba, por los auriculares del MP3, unos buenos tangos de mi vieja colección. La plaza del barrio es un buen lugar para hacerlo. Le habían hecho las veredas nuevas hacía poco tiempo atrás y se podía andar con seguridad y ligero, como para bajar algo el abdomen que crece tanto como los pelos que asoman en cualquier lugar y no justamente en la cabeza.
Crucé al peluquero que iba apurado a abrir su local y me causó gracia ya que hacía tiempo que no lo visitaba. Digo que es gracioso porque hasta hace algún tiempo atrás, algo más de un año, me miraba para comprobar que no fuera a cortarme al otro barrio. Ya no me observa porque la rodilla natural que uso de gorro lo dice todo. Es impresionante como pierdo el pelo en estos últimos tiempos. Me dijeron de hacer enjuagues con abundante té de ortiga pero no me da por hacer caso a esas cosas. Como bien dicen, el piso y los hombros son los únicos que detienen la caída del pelo cuando te ataca la calvicie.
La cuestión es que llegué a la plaza, que se veía amarilleada con las hojas de abril que caían de los plátanos, y unos cuantos madrugadores del barrio estaban sentados disfrutando el fresco mañanero en los bancos de madera que, por cierto, son los más cómodos ya que tienen respaldo. Calculé cuántos viejos como yo tendría que saludar en la primera vuelta y enfilé en sentido contrario a las agujas del reloj; en Física eso indica un giro de momento positivo.
Hice apenas los primeros cien metros de la manzana y estaba por doblar en la primera esquina cuando un tipo me pasó trotando por el lado del cordón de la calle. Vaya a saber para donde iba tan apurado. Lo puteé por lo bajo porque me sorprendió e hizo que perdiera el ritmo de la caminata. Para ese momento ya llevaba saludados a tres vecinos jubilados de la fábrica de jabones que, desde hace más de treinta años, da trabajo a la gente del pueblo.
Cuando terminaba de caminar otra cuadra, y antes de girar, un perro vagabundo, sucio, que venía a mi encuentro comenzó a ladrar. Miré hacia atrás y distingo a un adolescente que se acercaba a todo trapo en patineta. La cuestión es que el animal no sabía si tirarle el tarascón al pibe o a mí; y entre mocoso y can casi me hacen caer. El skayter bajó el cordón de la vereda hacia la manzana de enfrente mientras el sabueso lo perseguía y por ahí se perdieron. Otra vez me habían hecho cambiar el ritmo de la caminata. Volví a putear pero después me distraje pensando que ya llevaba saludados a cinco viejos ociosos pero a ninguna mujer.
Hice la tercera cuadra de mi caminata y no encontré a ninguno para saludar y nada ni nadie me sorprendieron, por lo que mantuve el ritmo del ejercicio.
Doblé para cerrar el circuito en la cuarta cuadra de la plaza cuando observé que enfrente estaban descargando pan fresco donde es la mejor despensa del pueblo.
Al diablo con la caminata, pensé, me desenchufé los auriculares guardándolos en el bolsillo del pantalón y crucé para comprar algo porque me había dado hambre.
Hice preparar un buen sánguche de jamón crudo serrano y queso a lo que agregué un buen vaso de plástico con gaseosa. Pagué y regresé a la plaza. Me senté en uno de los cómodos bancos de madera con respaldo, apoyé la bebida en el asiento y mientras desenvolvía el exquisito emparedado vi que pasaban apurados los cinco viejos jubilados, que me saludaron de a uno. La próstata, pensé. Cuando estaba por dar el primer mordiscón pasó corriendo el tipo que me había cruzado en la primera cuadra, detrás de él el pibe en patineta y el perro que los perseguía. El animal cuando me vio se paró de golpe y yo también lo miré quedándome estático. Vino hacia mí, se apoyó en el banco, volcó el vaso de gaseosa, le pegó una furibunda lamida al sánguche y me lo arrebató. Quedé mirando cómo se comía lo que debería haber sido mi colación mañanera…
De vuelta para mi casa pasé por la peluquería del barrio y me senté a esperar para que me rasurasen y…
¡¡¡Ah!!!, ¿aún no les dije que esa fue mi primera mañana de docente solterón jubilado?