jueves, 21 de octubre de 2010

Nocturnos, en clave de ausencia

Sexagésimo primer nocturno


No sé por qué deambulan en mucho de mis escritos cosas que suceden o pueden suceder en una plaza. Quizás sea porque trabajo en la planta alta del edificio que tiene un par de ventanales que deja la plaza del centro de mi ciudad al descubierto. También puede ser que se deba a que esos espacios verdes, cuidados y bellos, tienen misterios e historias de amaneceres y ocasos. O quizás sea porque en las plazas los nietos pequeños corren, van y vienen desprendidos despreocupadamente de los abrazos de sus abuelos... sí, debe ser esto último porque casi no existen diferencias entre los amaneceres y el último suspiro del sol... todo este pensamiento merodea mi inconsciente y me alega que así sea.
Después de esos sueños, que pocas veces valoramos, se levanta una forma de niebla encantada que nos hace pensar en que el infinito, si en realidad existe, debe estar dividido en dos partes. Una, la media eternidad que debe darse antes de la vida y la otra la que está después de la muerte... en fin; la existencia del ahora, que es eso que ni siquiera existe porque el tiempo es déspota, son esos sueños que, durando segundos, aparentan siglos...

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