jueves, 1 de julio de 2010

Nocturnos, en clave de ausencia

Trigésimo noveno nocturno


Corría el año 1953, hacía pocos años que habíamos ido a vivir a ese barrio donde dejé las huellas de mis rodillas jugando a las bolitas en las veredas de tierra. En aquellos días esperaba, durante las mañanas, que mi abuelo viniera a visitarnos. Esa mañana fría de un primero de agosto, día en que mi querido viejo cumplía años, vi a mi abuelo venir caminando por la vereda húmeda de escarcha fundida por el tibio calor del sol.
El viejo traía un paquete. Era una caja, por lo que se veía, envuelta en papel madera y atado con varias vueltas de hilo macramé. Corrí por la calle de tierra para abrazarlo y besarlo como lo hacía siempre y le pregunté qué era eso que llevaba. No supe por qué, pero me dijo que eran unos botines para un vecino; que se los había encargado. Le creí. ¿Por qué será que siempre creemos todo lo que nos dicen los abuelos? Después me di cuenta de que me había estado cargando porque, cuando mi madre, más tarde, desató y abrió el envoltorio, de su interior sacó una radio cuadrada color blanco. Lo primero que ella me dijo fue, que no fuera a decirle nada a papá cuando llegara para almorzar. Que esperara a que la viese arriba del aparador porque era su regalo de cumpleaños. ¡Una sorpresa!
Papá trabaja en ese horario que le decían de “pito a pito” y comía al mediodía en casa a causa de ese horario discontinuo. Claro, sería un pasmo. Y todo resultó tal cual. La radio o el radio, como enseñaba la maestra que debía decirse, tenía que “calentarse” para que se escuchara después de enchufada y, tras el giro de un perillón, quedaba bien encendida y se buscaban las estaciones con un dial que arrastraba una bruta aguja, por cierto. Nunca imaginé que vendrían los tiempos de Tarzán, Sandokán, Peter Fox, el Glostora tango Club, las radionovelas con Eduardo Rudy e Hilda Bernard, Poncho Negro y que mi mamá lavara los platos escuchando la novela del mediodía y, qué sé yo cuánto más. La cosa; es que en mi familia tuvimos nuestra primera radio.
A los cuatro meses de aquél día, recuerdo que murió el abuelo y, cosa ridícula, ¿no?, en mi casa la radio estuvo fría y muda por un mes porque había que guardar luto; en fin... Los viejos, entonces, conformaban su tristeza leyendo algún diario y yo disfrutaba del Pato Donald. Eso sí, en la peluquería del barrio leía el Rico Tipo y gozaba mirando las curvas y las bocas de las chicas de Divito. Solamente de martes a viernes, ¿eh?. El sábado, la entrada a la peluquería era para mayores únicamente. Los domingos se jugaba un picado en el campito del barrio y podía escuchar desde alguna radio, puesta con todo, a Fioravanti trasmitiendo un partido...

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