miércoles, 22 de septiembre de 2010

Nocturnos, en clave de ausencia

Quincuagésimo tercer nocturno

Septiembre... extraño el ciruelo y la glicina que abriendo su azul lo trepaba florecido, allá, en la casa de mis padres. Extraño la ventana de la cocina desde donde miraba todo eso por las mañanas, en horas tempranas, sorbiendo los mates que cebaba el viejo. Los azahares y el ambiente, más que de flores parecía un fantasma de nieves nuevas y viejas. Extraño el patio en el que jugaba con mi amigo, o el hermano imaginario, a las bolitas; pidiendo siempre “¡hoyo, antes de la quema!”. Mi madre aún me llama niño para que me despida de mi padre que salía para el trabajo, en la fábrica de papel. Todavía recojo los azahares y las flores, que caen del ciruelo y la glicina, en mis sueños. El recuerdo se materializa cuando el pecho me molesta. Siento las manos de mis nietos que me acarician y el dolor pasa. Después, imagino que miro por la ventana de aquella cocina que hoy disfruta un extraño inquilino y añoro. Es parte indisoluble de la vida porque, todavía, queda un niño con pesadillas nocturnas que se convierten en sueños dulces cuando transcurre septiembre...

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