sábado, 19 de diciembre de 2009

Nocturnos, en clave de ausencia

Decimotercero Nocturno

En mi pueblo vive un hombre viejo que acostumbra a hablar en voz alta sentado en uno de los bancos de la plaza. Le dicen “el loco Daniel”. Él repite e insiste en que la personalidad es algo misterioso.
Una tarde, yo pasaba caminando frente a él y, de repente, me señaló con su dedo índice y masculló con amargura que, “a veces, las personas no se estiman por lo que hacen... que eso es, como lo dicen en un tango, puro cuento”... Fruncí el ceño y con gesto de extrañeza me senté a su lado. El hombre me siguió con la vista y, de repente, bajó la cabeza y dejó de señalarme. Empezó a remover con sus alpargatas rotas el ladrillo picado del piso en el que se hundían las patas de hierro del banco verde de la plaza. Me dijo que las personas pueden observar la ley y, sin embargo eso carece de valor. Explicó tener un amigo preso por haberle robado a un cana y otro paseando por Europa con el dinero que consiguió al vender (aquí no mencionó la palabra robo) a escondidas y sin permiso las mejores joyas de su abuela moribunda... El viejo seguía murmurando y, en realidad, me alejé porque tuve miedo de que pensaran que también yo estaba loco. Crucé la calle y entré al café de la esquina. Pensaba en el viejo cuando vi, a través de uno de los ventanales, a cuatro policías prolijamente uniformados repartirse una coima recién cobrada a un pobre infeliz, asustado, que manejaba un cacharro de laburo en contramano. Cuando terminé de tomar el café balbuceé, a media voz, que la verdadera perfección de los hombres gravita, no en lo que tiene, si no en lo que es. La gente, sentada a las mesas de mí alrededor y el mozo me miraron con atención…

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