martes, 24 de noviembre de 2009

Nocturnos, en clave de ausencia

Noveno Nocturno

Mueren las últimas monotonías en el occidente soleado de otro domingo. El hombre se detiene frente a la vidriera que expone alhajas y relojes en la calle céntrica de la ciudad. El ocaso va atando con lentitud la noche que llega. Él, con pocas esperanzas, la espera. Mira hacia un lado y hacia el otro. Cree verla en el gentío que va y viene, que entra y sale de los cafés. Cree verla asomarse, pero el rostro desaparece destellante. El corazón se le dispara del pecho. Piensa que la ciudad es grande, que tiene miles de habitantes y que ella es una sola. Después, perdiendo noción del tiempo mirando absorto, y fijamente, los relojes y las alhajas, la piensa en algún lugar, inmóvil o caminando, tal vez en la próxima calle por donde él tomará su camino de regreso a casa, quizás en la costanera mirando el río y los remansos bajo el puente; puede ser en un café distante o en el balcón del edificio de enfrente. Hasta se imagina que ella viene caminando hacia él sin que lo sepa, amalgamada a la gente que va ir y viene a lo largo de la calle céntrica.
La noche ya está ligada; el ocaso de domingo pinceló sobre su rojo un color negro, pespunteado, salpicado de estrellas. La noche a su alrededor se alza comercial; aislada de la propia noche en una suerte de constelaciones de neón.
Pasado el tiempo de ocaso de domingo, el hombre decide regresar repitiendo, para sus adentros, el nombre de ella ahogado en sueños. Se lo ve caminar enredado con el ruido de los motores del tránsito. El smoke lo esconde en la calle lateral oscura que lo llevará a su casa.
¡Hace tantos ocasos de domingos que ella es un destello!

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