miércoles, 18 de noviembre de 2009

Nocturnos, en clave de ausencia

Octavo Nocturno

Bohemia
(Ratos buenos)*

¿Qué les pasa a los bohemios cuando envejecen?
Unos dicen que terminan escribiendo cuentos inexplicables.
Otros afirman que, inexplicablemente, se enamoran de otros bohemios.
Después de tres días lluviosos el frío se empecinó con cobrarle el calor al sol del invierno subiéndole los intereses en apuros de tibieza al patio. La humedad y el verdín opacaban, con tintes oscuros, el piso de ladrillos.
Por esos espacios, dormidos eternamente entre los hierros de las rejas de las ventanas, se escapaba, gastada y con sabor a sonido de fritura de púa demasiado usada, la voz de Juan Arvizu que, desde un disco viejo, entonaba hermosos versos silabeados sobre las notas acompasadas en los tonos dulces de una vieja melodía mejicana. Ella sentía oprimírsele el pecho durante el cadencioso subir y bajar de las escalas por las que se transportaba el tenor y...
Y, es cierto; había parado de llover y el sol parecía que estaba más lejos que de costumbre. Se le ocurrió que era un buen momento para caminar hasta el patio. Las arvejillas habían empezado a brotar antes de la lluvia y quizás el grotesco aguacero las habría enterrado en la resaca. Dejó abierto su libro de poesías de Evaristo Carriego, con el lomo hacia arriba y encima de un trébol, de cuatro hojas, disecado; pensaba que eso era de buen agüero. La obra quedó descansando arriba de la mesita a un costado del sillón de hamacas donde ella dormía acostumbradamente. Digamos que el libro quedó listo para embriagarse pegado a una botella de vino tinto que, vacía, custodiaba celosamente una copa llena. “Ratos buenos”, se dijo para sus adentros, en realidad es una hermosa poesía; mi preferida. Caminó trastabillando hasta el viejo Winco y se aseguró de que estuviera bien dispuesto para que se repitiera de continuo el disco y levantó el volumen para escuchar al tenor desde el patio. Tambaleando se corrió hasta la antigua puerta balcón por la que se salía al corredor, asió el bastón que estaba apoyado en el marco de madera, se apoyó en él y con el paso más seguro, aunque bamboleándose algo, retrocedió hasta el mesón del comedor; tomó su pañoleta que colgaba del respaldo de una de las sillas y se la puso sobre los hombros. La estufa tenía los leños bien encendidos y las brasas coloreaban de rojo el espacio donde dormían una guitarra y un antiguo piano vertical que, enfrentados al reloj de pie con su péndulo colgando estático, pretendían detener el tiempo. El tenor, nuevamente, comenzaba a oírse friendo el viejo tema. La mujer enfiló hacia el patio pensando que: “Ratos buenos”, tiene mucho que ver con mi vida; la leo en los inviernos, simplemente, porque me recuerdan esos veranos en los que la guitarra y la voz de tenor de mi hermano se mezclaban con las torpes escalas que mi cuñada ensayaba en el piano. Del bolsillo izquierdo de su batón sacó un cigarro de hojas y fósforos, tambaleante apoyó el bastón en su cadera y con algún esfuerzo encendió el habano. La caja de fósforos cayó al suelo al intentar guardarla. La mujer se encogió de hombros soltando el humo que había retenido en su boca. Siquiera intentó recoger las cerillas. En su mano izquierda acomodó apretado entre el índice y el pulgar el cigarro mordisqueado y, con la derecha, asió nuevamente el bastón. Abrió y empujó con los pechos la hoja de la puerta balcón, la atravesó dejándola abierta y empezó a caminar, trastabillando, por el patio de ladrillos hasta el jardín. Escuchaba la música confundiéndola un poco con la fantasmal sinfonía de una guitarra y un teclado. Pitaba y sabía que había bebido demasiado vino, ¿qué más podría decir? Pensó, insistentemente, en que “Ratos buenos” es una hermosa poesía. Una maceta con forma de cisne sostenía un matorral de begonias caídas por el peso del agua de lluvia. El cisne le aleteaba en el cerebro. Pensó en el vaso con vino que había dejado en la mesita y se dijo que, en la noche, como lo prometía cada noche, diluiría la luna para bebérsela de a sorbos, ¿por qué no?, “trago a trago” y volvió a explicarse que, “Ratos buenos” es mi poesía favorita. Llevaba varias pitadas cuando, tambaleante, llegó hasta las arvejillas que, al reparo del tapial, crecidas, delgadas y erguidas, a diferencia de lo que había pensado, dejaban caer desde sus hojitas las gotas de lluvia que aún no se habían evaporado. Todo estaba quieto y ella tambaleante. Desde el centro del jardín se oía la música y volvió a decirse que, “Ratos buenos es una hermosa poesía”. Aunque faltaran la guitarra y las escalas en el piano; hacía tiempo, varios años, que leía “Ratos buenos”. No importa, se dijo, “hoy, no hay imposibles en mi cabeza”. Recordó el vaso de vino y el trébol de cuatro hojas y pensó sonriente que, en las páginas donde había dejado abierto el libro, Evaristo en “Ratos buenos” terminó escribiendo que, “en el fondo del vaso, poco a poco, se ha dormido, borracha, la tristeza”.
Ella se repitió aquello de que, dejar un libro abierto apoyado sobre un trébol, de cuatro hojas, disecado es de buen agüero.
De repente se levantó un viento frío y se le voló la pañoleta cayendo a sus pies; tiró el bastón y se agachó a recogerla. La voz del tenor, que ella oía cada vez más ronca y lejana, seguía cantando desde el interior de la casa...
Cuentan los sobrinos que la mujer jamás llegó a diluir la luna en el vino ni la bebió trago a trago aunque, simplemente y en un imposible, como en sus “Ratos buenos”, creyó que Dios, arrepentido, se puso a regalar estrellas.
¿Qué les pasa a los bohemios cuando envejecen?
Unos dicen que terminan escribiendo cuentos inexplicables.
Otros afirman que, inexplicablemente, se enamoran de otros bohemios.
Digamos también, y es lo que faltó decir, que hay bohemios que creen que Dios es bohemio porque es viejo...

(* Título de un poema de Evaristo Carriego.)

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